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Hospes Palacio de Arenales & Spa Cáceres

Un elegante hotel de 4 estrellas ubicado en la N-521, 100, 10005 Cáceres, España.
Se encuentra en un retiro del siglo XVII y ofrece una variedad de servicios e instalaciones para sus huéspedes.

Fin de semana en un palacio

El encanto oculto de Extremadura

La luz del atardecer bañaba de oro las antiguas piedras del Hospes Palacio de Arenales mientras Elena y yo cruzábamos el umbral. Después de un viaje desde Madrid, el palacete del siglo XVII nos recibía como un oasis de serenidad. El edificio, antaño residencia de la nobleza extremeña, conservaba su majestuosidad histórica, pero ahora ofrecía las comodidades del lujo contemporáneo.
"¿Habías imaginado algo así en medio de la dehesa extremeña?", me preguntó Elena con los ojos brillantes, contemplando los arcos de piedra y las elegantes escaleras que conducían a la recepción.
Nuestros pasos resonaban suavemente sobre el suelo de mármol mientras un atento personal nos guiaba hacia nuestra habitación. Al abrir la puerta, descubrimos un espacio donde la tradición y la modernidad dialogaban en perfecta armonía: vigas de madera centenarias en el techo, contrastando con el mobiliario minimalista y líneas limpias.
Las cortinas ondulaban ligeramente con la brisa que entraba por el balcón, invitándonos a asomarnos para contemplar los jardines que se extendían hasta donde alcanzaba la vista, con la silueta de Cáceres recortándose en el horizonte.

El ritual del agua

La mañana siguiente nos encontró sumergidos en las aguas templadas del spa, donde el tiempo parecía detenerse. Los rayos de sol penetraban a través de amplios ventanales, creando reflejos dorados sobre la superficie del agua. Elena se deslizó hacia la piscina de hidromasaje mientras yo me entregaba a los chorros que masajeaban mi espalda, disolviendo días enteros de tensión urbana.
"Esto es lo que llamo comenzar bien el día", susurró cuando nos reunimos bajo una cascada de agua tibia. El spa del Hospes no era simplemente un lujo, sino una experiencia sensorial completa: aromas de lavanda y romero flotaban en el ambiente, mezclándose con el suave murmullo del agua y la música ambiental apenas perceptible.
Pasamos del agua caliente a la fría, dejando que nuestros cuerpos respondieran al contraste. Luego, envueltos en esponjosos albornoces blancos, nos dejamos llevar a las salas de masaje, donde expertas manos desataron nudos musculares que ni siquiera sabíamos que teníamos.

La ciudad antigua

El mediodía nos encontró recorriendo las calles empedradas del casco antiguo de Cáceres. Desde el Hospes, un corto trayecto en coche nos había transportado siglos atrás, a una ciudad que parecía congelada en el tiempo. La Plaza Mayor bullía de vida mientras nos adentrábamos en el laberinto medieval, pasando bajo arcos centenarios y junto a palacios de piedra dorada.
"Es como si hubiéramos atravesado un portal temporal", comentó Elena mientras recorríamos la Concatedral de Santa María. El silencio reverente del interior contrastaba con el animado murmullo de las calles. Las vidrieras coloreaban la luz, proyectando figuras danzantes sobre los muros de piedra.
Después, nos perdimos intencionadamente por callejuelas donde cada esquina guardaba una sorpresa: una tienda de productos artesanales, una pequeña plaza escondida, un rincón donde la hiedra trepaba por muros centenarios. Cáceres, declarada Patrimonio de la Humanidad, nos revelaba sus secretos con generosidad, como si nos susurrara historias de caballeros y damas, de conquistas y reconquistas.
Para el atardecer, habíamos subido hasta el Adarve, desde donde contemplamos cómo la ciudad se teñía de rosa y oro bajo la luz del sol poniente. Las cigüeñas regresaban a sus nidos en las torres, dibujando siluetas negras contra el cielo encendido.

Gastronomía de tierra y tradición

De vuelta en el Hospes, el restaurante nos aguardaba con la promesa de un viaje gastronómico por Extremadura. El salón comedor, con su techumbre de vigas antiguas y candelabros de hierro forjado, creaba el ambiente perfecto para lo que estaba por venir.
"Recomiendo empezar con el jamón ibérico de bellota", nos aconsejó el camarero con una sonrisa cómplice. "Los cerdos pastan libremente en nuestras dehesas. Es el sabor auténtico de esta tierra".
Aquel primer bocado fue una revelación: el jamón se deshacía en la boca, liberando sabores complejos, notas de nuez y roble que hablaban del paisaje extremeño. Lo acompañamos con un vino tinto de la Ribera del Guadiana, cuyo bouquet complementaba perfectamente los intensos sabores de la charcutería.
El chef había diseñado un menú que honraba la tradición sin dejar de sorprender. Tras los entrantes llegó un risotto de boletus recolectados en los bosques cercanos, seguido por un cordero confitado que se separaba del hueso con solo rozarlo con el tenedor. Para Elena, una merluza con crema de pimientos del piquillo que arrancó suspiros de placer.
Entre plato y plato, nuestra conversación fluía tan naturalmente como el vino en nuestras copas. Hablamos de lo que habíamos visto en Cáceres, de las sensaciones en el spa, de cómo algunos lugares tienen el poder de transformarnos, aunque sea brevemente.
El postre fue el broche perfecto: un flan de queso de cabra con miel de las Hurdes y nueces caramelizadas que evocaba, de alguna manera, el paisaje que habíamos contemplado desde nuestra habitación.

Adios al palacio

La mañana de nuestra partida amaneció envuelta en una ligera neblina que dotaba a los jardines del hotel de un aire mágico. Bajamos a desayunar temprano, saboreando cada instante de nuestras últimas horas en el Hospes.
En el bufé, productos locales se mezclaban con opciones internacionales: quesos artesanales junto a frutas tropicales, embutidos tradicionales al lado de yogures biológicos. Tomamos café en la terraza, contemplando cómo la niebla se disipaba lentamente, revelando el paisaje extremeño en toda su belleza agreste.
"Tenemos que volver", dijo Elena mientras recorríamos una última vez los pasillos del palacio, "quizás en primavera, cuando las dehesas estén en flor".
Asentí, sabiendo que llevaríamos con nosotros no solo los recuerdos de un fin de semana, sino la sensación de haber descubierto un refugio al que siempre podríamos regresar. El Hospes Palacio de Arenales no era simplemente un hotel; era una pausa en el tiempo, un espacio donde el lujo no residía tanto en lo material como en la experiencia vivida, en la conexión con un lugar y su historia.
Mientras el coche se alejaba por el camino de olivos, miré por el retrovisor cómo el palacio se empequeñecía, pero sabía que su encanto permanecería en nosotros mucho después de haber regresado a nuestra rutina urbana.